No sé qué día descubrimos nuestro
refugio, pero era casi perfecto: oculto en el patio del fondo, hermoso (a la percepción
de los 8 años) y en alto para sobre mirar todo el colegio…. lo que no era mucho
decir para una casa antigua adaptada para el Latino que nos acogía. Nuestro
lugar estaba en una pandereta a la que se subía por una palmera y que también
nos servía de pantalla para al público. Lo del nombre de nuestro “club” fue una
difícil decisión: probamos con nombres sacados de los cuentos que nos gustaban,
pero nunca nos pusimos de acuerdo, inventamos cosas poéticas y terminamos
riéndonos a carcajadas, finalmente decidimos que tenía que ser con nuestros
nombres, después de varios intentos: camakas (dos iniciales por cada una) pero
nos sonaba raro - Se parece a caca- dijo la gringa siempre prosaica, - Y si le
quitamos la ce y queda Asela, Mariela y Kathy- dijo la inamible, -Pucha-
reclame yo- pero me tratan por el apellido- no sabía que muchos años después y
en agitadas circunstancias toda una ciudad me diría la Asela. Era un día
soleado y ya teníamos el nombre para nuestro club del árbol: AMAKAS
Fundado oficialmente el club nos
dedicamos a darle vida, servía para escaparnos de nuestros compañeros que a esa
edad, en forma cíclica, entraban en la etapa de molestar a “las niñas”, también
nos permitía “no estar”…. no recuerdo que nos hayan encontrado los tíos a los
que veíamos desde lo alto rascarse la cabeza con cara de duda -¿Dónde se
metieron estas chiquillas?-. Además podíamos guardar y compartir los tesoros
que encontrábamos o que traíamos de la casa, decoramos con algunos adornos y
tallamos el nombre en el tronco. Hace unos años buscando la casa de Thayer
Ojeda de mis recuerdos, supe que la habían demolido y no estaba nuestra
palmera, hubiera pagado oro por ese pedazo de madera tallado con caligrafía
infantil.
Las amakas traspasaron el club
del árbol, éramos mejores amigas y compartíamos la vida con todos los azares de
esos días difíciles, rotábamos en casa de cada una para hacer las tareas,
jugar, leer colectivamente…. nuestras familias se conocían y apoyaban esta
sincronía de infancia. Recuerdos medios borrados de la casa de Macul, del
departamento en Apoquindo y del mío en las torres San Borja. Cuando la gringa se
cambió a una parcela en la “lejana” La Florida fue todo un acontecimiento:
nuestras aventuras se extendían por el campo, corriendo como perros nuevos
entre la maleza caótica y subiéndonos a otros árboles, un rito del verano era
recoger duraznos en canastos, práctica que terminaba con una guerra de fruta
blanda que nos dejaba en lamentable
estado…. la tía Mónica invariablemente se reía con esas carcajadas que
resonaban hasta las nubes y más de alguna vez término como blanco de nuestros
proyectiles o manguereandos a la distancia.
En la casa de Macul las
actividades eran más tranquilas y especialmente los momentos de la lectura,
pasión que compartiríamos para siempre, la tía Mariela se preocupaba de que
siempre tomáramos once a la hora y se
debe haber divertido mucho con nuestras críticas literarias, a ratos también
nos daba por escribir historias en patota, los resultados no los recuerdo pero
el proceso nos permitía pasar por toda la gama de relaciones humanas…. compañerismo,
odio, celos, rivalidad, compromiso conjunto y lo mejor, seguía estimulando
nuestra creatividad y amistad.
(continuara...)
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